Por José Aurelio Paz
El aguacero no tiene dueño. No es de nadie. Cada quien se baña en él o pone sus barquitos de papel para que, alcantarilla abajo, lleven mensajes secretos a una novia o novio escolar, o a algún pirata o princesa de esos cuentos que nunca envejecen.
Así sucede con el disco de Yoan Zamora que responde a ese nombre y fuera presentado por él, semanas atrás, con la promesa de su próxima aparición en el 2012, gracias a la casa discográfica de la EGREM y la Asociación Hermanos Saíz como productoras.
Su Aguacero ya no le pertenece ahora se le escapa de sus manos. El disco es ya, para el trovador, una nueva partida de nacimiento. Hecho material y reproductivo que le convierte en indeleble huella en el tiempo, cuando atrapa, para la posteridad, a un artista que padece un lirismo crónico y vive alimentándose de metáforas, como animal acurrucado sobre una guitarra que engorda su cola de canciones.
Grabar música es, también, una especie de exorcismo. Es quitarse de encima, y apresarlos para siempre en cárcel redonda y plana, a todos esos ángeles y demonios en que agoniza el artista, queriendo ganarse un espacio en el cielo particular de sus seguidores para que, algún día, cuando sean ellos ancianitos, la vieja le recuerde al olvidadizo viejo, en una noche de luna como aquella en que se conocieron, que la enamoró con un susurrante trozo de Constelación al oído.
No por gusto la colección a la que pertenece Aguacero se llama Verdadero complot. Eso mismo ha hecho el joven cantautor al rodearse para esta travesía de talentosos músicos quienes, lejos de todo estridente ardid por brillar en su instrumento, hacen su labor con sobriedad como retablo sonoro para que Yoan resalte; lámpara a contraluz que dibuja, con fuego, la silueta del trovador.
Así, es la cálida Elizabeth Cruz, bien al potenciar fragmentos melódicos como segunda voz, cuando en pasajes de solista (Tierra prometida) se percibe cierta inseguridad todavía en el fraseo. O el caso de Alejandro Llanes en Globalización, pieza en la cual el piano se luce en un contrapunteo propio de la manera en que se fusionan los ritmos en el disco, a partir de orquestaciones que van desde los arpegios más clásicos de la trova tradicional al espíritu de lo andaluz heredado, sobre todo, en la percusión (Armando Osuna y Zaydy Vera) y la guitarra prima (Howard de la Torre), hasta el blue y el latin-jazz, la guaracha, el son o el latido indiscutible de la música latinoamericana como mezcla elementos tradicionales del folclor (Hoja de guayabal, exquisita pieza que pareciera un homenaje a Teresita Fernández y dirigida al universo de los niños que, por su ternura, bien pudiera ser un éxito promocional en ese ámbito.)
Coherente, también, la labor de Juan Carlos Granado y Wilfredo Massó en el bajo, cuando este último es "culpable" de muchos de los arreglos. Todos bajo la dirección artística de Jorge Luis Neyra, quien ha sido el promotor por excelencia, desde sus comienzos, del trovador avileño.
La voz de Zamora goza de la transparencia que le caracteriza y define un timbre propio dentro del amplio y desdibujado espectro de actuales trovadores cubanos en que, a veces, las fronteras se difuminan y no permiten definir quién es quien. Su quehacer bebe de válidas influencias de quienes le antecedieron. Así, por ejemplo, usted percibe, por momentos sobre todo en los arreglos, reminiscencias de pasajes de Yolanda, por ejemplo, Candil de Nieve o Sábanas blancas, no sé si citas a ex profeso tan en moda ahora, o simplemente asimilaciones y sugerencias creativas que un oído alerta puede llegar a descubrir; cosa que enriquece el producto discográfico.
El autor de obras tampoco desconoce su origen evangélico, al evocar no en solo palabras y frases bíblicas, sino espíritu y atmósfera musical, ese mundo místico que se respira en una pieza como Hija de Dios (conocida por la gente como Lya) o Tierra prometida en la cual suma, a la sabrosura ritmática nuestra, su admiración por el autor de los Versos sencillos, al incorporarlos de manera coherente (también en Cáliz de amor), para apropiarse de algo que nos pertenece a todos como legado y que, a pesar de su uso y abuso, siempre resulta nuevo. O el breve homenaje que le hace al dúo Buena Fe desde una de sus letras.
Si bien no llego a ser un "trovadicto" como muchos, ni creo en ese frágil epíteto de que la única canción inteligente es la que hace la trova —cuando para mí existen solo dos clasificaciones: la música buena y la mala, llámese culta o popular, bailable o de concierto—, reconozco, y admiro, que estamos antes un fonograma digno y fiel a las claras esencias que animan a su autor en la búsqueda de una vocación para toda la vida que, creo, finalmente la ha encontrado.
Solo que pienso que el disco se me "planta en sus 13" con Aguacero, y esa conga que pretende un final festivo (a lo happy end hollywoodense) se me queda fuera, quizás para una segunda propuesta, aunque ya no haya remedio y quede en el CD, quizás haciendo honor a su propio nombre: Pa' que no esté sola.
"Una señal, que me reserve un simple aviso, una iluminación, un surtidor o un espejismo de tu santa unción...", nos deja Yoan Zamora con su disco, reto que se levanta como nuevo salto creativo en que tendrá que ser más él, maduro, igual de lírico.