Por Luis Raúl Vázquez Muñoz

No estudió música y hoy es un
trovador reconocido en el país, condición en la que sobresale su labor como
organizador del Encuentro Nacional de Jóvenes Trovadores, evento ya con ocho
ediciones. Tampoco conoce el solfeo ni sabe leer las partituras y sin embargo,
es capaz de pasarse meses componiendo una canción. Mucho menos cursó una
escuela para aprender a tocar la guitarra, el instrumento que lo identifica como
artista.
«Aprendí a tocarla a pura
observación y experimentos —recuerda—. Silvio Moreira, un trabajador que tocaba
la guitarra en los encuentros, fue el que me ilustró cómo hacerlo y yo me dejé
llevar por el embrujo de sus cuerdas».
Hay muchos «no» en la vida de
Yoan Zamora, joven artista, integrante de la Asociación Hermanos Saíz. Solo que
esas negativas han alimentado el derrotero vital de un artista que ha sorteado
innumerables obstáculos en su carrera profesional y ya posee un disco
—Aguacero— y ha musicalizado poemas de Rubén Martínez Villena, una labor que
considera como una de las experiencias más arduas y estremecedoras que ha
debido enfrentar.
—¿Por qué la música sí se
convierte en el camino de tu vida y no la Filología? ¿Cuándo se tomó esa decisión?
—En el tercer año de la carrera.
Varios compañeros proyectábamos nuestro futuro después de la universidad. Todos
teníamos dudas, aunque conmigo fueron concluyentes. «Contigo no hay problemas,
dijeron, lo tuyo es la música». Fue una revelación.
—¿Acaso tú no compartías esa
certeza de tus compañeros?
—No era una certeza sino más
bien una afición. Integraba Séxtasis, un sexteto que llegó a merecer el Gran
Premio en un Festival de Artistas Aficionados de la FEU. Había mucha pasión en
el proyecto y en un momento tomamos una decisión: una parte se mantuvo en
suspenso al concluir los estudios y dos abandonaron la universidad para irse
con el grupo.
—¿A qué se debía tanta pasión
por la música?
—Nos veíamos como parte de una
nueva generación de trovadores en Villa Clara —la Trovantivitis le decían— y
formábamos parte de una nueva necesidad musical que se gestaba en la sociedad
cubana. Era algo que surgía y nosotros lo veíamos en la reacción del público.
No sabíamos qué era. Hoy ese fenómeno se llama Música Fusión.
—¿A qué obedecía el surgimiento
de ese nuevo fenómeno?
—A una necesidad de superar el
boom de la música salsa. El público lo sentía y los músicos también. Eran los
finales de la década de 1990. Se empezaban a buscar nuevas propuestas de modo
muy sensorial, insisto en eso. Por otra parte Séxtasis era un auténtico grupo
de fusión. Lo integraban dos filólogos, un estudiante de Derecho, otro de
Contabilidad, un informático y uno de Lengua Inglesa. Por afinidades musicales
éramos dos roqueros, un salsero, un baladista y otro adicto a la música
romántica.
—¿Cómo se armonizaba tanta
diversidad?
—Todos esos saberes se ponían en
función del proyecto. En la universidad nos dieron un local y allí
experimentábamos bastante. Cuando existía una encrucijada creativa, a veces la
experiencia de un roquero y la capacidad comunicativa de un salsero daban la
clave para seguir adelante en algún número musical. Con ese afán nos fuimos
para La Habana, alquilamos un apartamentico y así empezamos a tener éxito.
—¿Y por qué te fuiste? ¿Por qué
regresaste a Ciego de Ávila?
—Con el éxito empezaron a llegar
nuevas exigencias musicales. Tampoco lograba sintonizarme con las exigencias de
esa maquinaria que es el mercado y la producción musical. No entendía eso de
ponerme de una manera en el escenario y colocarme la mano por acá a la hora de
tomarme la foto de promoción. Además, empezaba a formar una familia y eso
reconfiguraba mi vida. Fui el primero en salir del grupo. La decisión resultó
difícil; algunos pensaron que era una broma. Séxtasis prometía mucho. Era tan
prometedor, que hoy se conoce como Warapo.
—¿Por qué tú interés por la
trova?, ¿en algún momento no has pensado en otro género?
—La trova es lo más cercano a mi
personalidad. Soy un individuo necesitado de sedimentar las cosas. Yo pudiera
ganar un poco de dinero en los hoteles de Cayo Coco. En algún momento lo hice
por necesidad y si debo volver, lo hago. Pero ese ajetreo no se conecta
conmigo. Contradictoriamente, en los inicios, sobre todo cuando volví a Ciego
de Ávila, me veían como trovador y yo me negaba a aceptar esa condición.
—¿Algún escrúpulo?
—Ser trovador implica una
condición estética. La trova tiene algo de mágico, una poética y una energía que
debe transmitirse al público, y eso es lo que te otorga la condición de
trovador.
—¿Hoy te consideras trovador?
—Creo que sí, con toda la
responsabilidad que eso implica.
—¿Tienes algún método para
componer tus canciones?
—No, ellas simplemente salen. Yo
no las compongo, ellas son las que lo hacen.
—Entonces, como autor, ¿qué
papel juegas?
—Muy poco, me parece que
ninguno. Yo soy un instrumento de mis canciones.
—Una vez dijiste que la
musicalización de los versos de Rubén Martínez Villena había sido uno de tus
trabajos más arduos. ¿Por qué?
—Fueron 12 poemas, musicalizados
en dos meses de labor ininterrumpida y en solitario. Enseguida descubrí la
complejidad de los versos en su estructura y contenido. Había que buscar un
camino para armonizarlos con la música sin que perdieran sus esencias. Entonces
apareció su historia de vida, el mito convertido en realidad. Está la anécdota
de Máximo Gómez cuando lo vio de pequeño y dijo: «Cuiden a ese niño, que en sus
ojos tiene la luz plena de mediodía». De ahí salió una de mis canciones: Luz de
mediodía. Está dedicada a él, tiene un carácter biográfico y la canté en Morón,
en la Fundación Nicolás Guillén. Villena demostró la importancia de dedicar la
vida a algo en lo cual tú crees sin importar las consecuencias.
—En los últimos años tú has sido
uno de los organizadores del Encuentro Nacional de Jóvenes Trovadores en Ciego
de Ávila, un proyecto que ha vencido no pocos obstáculos. De todos ellos, ¿cuál
ha sido el más difícil de superar?
—La apatía. La ignorancia y el
prejuicio se pueden superar; sin embargo, la desidia es algo terrible. Ese
proyecto ha buscado abrir espacios a un tipo de música que no es muy divulgada
en los medios de comunicación. Se ha hecho con la colaboración de un grupo de
amigos, en especial de Jorge Luis Neyra, director de programas en la Televisión
Avileña, y entre otras satisfacciones, al menos para mí, ha estado conocer al
público avileño, que yo lo considero perfecto para la trova.
«En esta provincia se han
realizado innumerables actividades culturales, en específico con la trova. En
ocasiones ellas han tenido una divulgación nula y sin embargo han contado con
un número considerable de personas, que saben escuchar de un modo muy
inteligente y al mismo tiempo esperar la canción de su agrado, algo que en
otros lugares no ocurre. De ahí la perfección de ese público, de acuerdo con mi
experiencia».
—Tú has reiterado que no te
gusta esperar a que las cosas surjan y si no existen, pues hay que crearlas.
¿No hay un poco de voluntarismo en esas palabras?
—Lo que hay es una perfecta
racionalidad y una filosofía de vida. No soy de esas personas que quieren hacer
un festival de poesía, lo anuncian y esperan sentados a que se lo organicen.
Creo que esa es la génesis del fracaso de muchos proyectos culturales. Si no
existen, los espacios se deben crear, lo cual no quiere decir que deban
soslayarse las dificultades que aparezcan en el camino.
—Yoan, a tu regreso a Ciego de
Ávila andabas sin sombrero. De pronto apareciste con esa prenda que te acompaña
a todas partes, al punto de que ya es difícil concebirte sin ella. ¿Cuál es su
origen? ¿Una recurso artístico, una necesidad de identificación? ¿Qué hay
detrás del sombrero?
—Un consejo médico. Hace un
tiempo me diagnosticaron disfonía funcional crónica, y al saber que tocaba de
noche y a cielo abierto, una foniatra me advirtió: «Ojo con tu profesión». El
sombrero apareció para protegerme del sereno. Luego me he adaptado, le he
encontrado algunos encantos. Tengo una comunicación especial con él y lo he
redondeado en un símbolo, que junto a mi familia es lo más importante y querido
para mí. ¿Sabes cómo se nombra? Se llama Cuba.